
La ola de apreciación de los jóvenes hacia el exmandatario se encuentra en ascenso, más aún tras el reciente encarcelamiento del popular “presi”.
En un país donde los presidentes parecen destinados a terminar entre tribunales, barrotes o exilios políticos, sorprende que Martín Vizcarra, pese a haber sido destituido e inhabilitado, conserve todavía un nivel de simpatía notable, en especial entre la juventud peruana. Esa adhesión no es casualidad: responde a una mezcla de símbolos, narrativas y contrastes que lo posicionan como un referente particular en medio del descrédito generalizado de la política.
El presidente que “se enfrentó al sistema”
Durante su gestión entre 2018 y 2020, Vizcarra construyó una narrativa de confrontación con el Congreso, un poder altamente desprestigiado. La disolución del Legislativo en 2019 marcó un hito sin precedentes: por primera vez un presidente parecía plantarse frente a quienes eran vistos como los responsables del bloqueo político y la corrupción institucionalizada. Esa imagen de valentía frente a la clase política tradicional caló especialmente en las generaciones jóvenes, cuya mayoría observaba con escepticismo cómo la democracia se desgastaba entre intereses particulares y escándalos interminables.
El referéndum de 2018 también fortaleció esa percepción. Al prohibir la reelección inmediata de congresistas y regular el financiamiento de los partidos, Vizcarra se alineó con la demanda ciudadana de reformas urgentes. Para muchos jóvenes, aquello fue la señal de que alguien en Palacio de Gobierno escuchaba su malestar.
Un estilo sobrio en tiempos de incertidumbre
Otro elemento que explica su atractivo fue el estilo de comunicación que desplegó, sobre todo en los primeros meses de la pandemia. Vizcarra aparecía en conferencias diarias con cifras, gráficos y mensajes que intentaban transmitir serenidad y transparencia. Frente a la incertidumbre global, esa constancia lo acercó a la ciudadanía. No era un orador carismático ni un líder carismático en exceso, pero supo proyectar una imagen de sencillez y cercanía. En una sociedad que desconfía de los discursos grandilocuentes, esa sobriedad resultó efectiva.
Hoy, incluso fuera del poder, mantiene presencia activa en redes sociales, particularmente en TikTok, donde se comunica con un lenguaje más directo y coloquial. Esa estrategia lo conecta con un electorado juvenil que consume política a través de formatos breves y accesibles.
El peso de las sombras
Sin embargo, la historia no es tan idealizada. Vizcarra enfrenta procesos judiciales por presuntos sobornos durante su gestión como gobernador de Moquegua, además de la recordada controversia del “Vacunagate”, que golpeó su credibilidad en plena pandemia. Su reciente encarcelamiento lo coloca en la misma lista de exmandatarios peruanos que han perdido la libertad por casos de corrupción.
Aun así, un sector de la juventud lo percibe como víctima de una persecución política más que como protagonista de delitos comprobados. Esta visión se alimenta de su abrupta destitución en 2020 bajo el argumento de “incapacidad moral permanente”, un concepto ambiguo y manipulado por intereses parlamentarios. El Congreso que lo destituyó estaba desprestigiado, y esa circunstancia reforzó la idea de que lo vacaron por querer reformar un sistema que no quería ser tocado.
Entre la crítica y la esperanza
Lo paradójico es que Vizcarra no se sostiene en un proyecto ideológico sólido ni en una trayectoria de liderazgo transformador. Su capital político radica más en lo que simboliza que en lo que efectivamente logró. Representa al outsider que incomodó a la clase política, al presidente que se atrevió a cerrar un Congreso impopular y que habló sin rodeos de corrupción. En un escenario donde la mayoría de líderes acumula desprestigio, ser “el menos peor” puede ser suficiente para capturar la simpatía juvenil.
El respaldo que conserva es también un espejo del desencanto generacional. Los jóvenes no lo ven necesariamente como un héroe, sino como un referente que encarna la frustración frente a un sistema que no ofrece alternativas confiables. Es, en cierto modo, un voto de protesta con rostro propio.
Lo que queda por aprender
Vizcarra sigue siendo una figura incómoda y contradictoria. No es el salvador que algunos quisieran, pero tampoco el villano absoluto que sus críticos dibujan. Su popularidad entre la juventud debería ser leída como una señal de alerta para la política peruana: las nuevas generaciones no buscan mesías, buscan honestidad, coherencia y valentía para enfrentar estructuras oxidadas.
Si la clase política no toma nota de ese clamor, el futuro del país seguirá atado a un ciclo interminable de presidentes caídos en desgracia. Vizcarra, con sus luces y sombras, no es más que el reflejo de esa herida abierta entre ciudadanía y poder, y que también la decepción política es parte de nuestras vidas.